Thursday, June 25, 2020

De R. para D



























He tomado de aquel baúl antiguo

la pequeña camisa que mamá guardo

para recordar que llegaste indefenso

como aquel pajarito que desde lejos dormía en su nido.

También tomé de aquella foto en blanco y negro

la sonrisa de tu cumpleaños número ocho,

y el asombro en tu rostro frente al regalo envuelto,

sin importar lo que este ocultara.

Me resistí a robar el poema que secretamente

escribiste para el primer amor que tuviste,

y a pesar de quererte solo para mi

supe que algo de mi estaba encerrado en cada palabra:

profeta adolescente que sabe que el amor es inevitable

y que nos espera persistente al final del diluvio.

Y lo robé, tachando el nombre que en él aparecía y colocando en su lugar diversas rosas,

todas las rosas que uno puede ser.

Subí al desván y entre los estornudos que me impedían reconstruir el pasado,

como legiones de ácaros que sirven de escudos,

en su afán biológico de ir hacia adelante

fui frenada en más de un momento.

Ir hacia adelante con mirar retrovisado, y allí la camiseta y el jean

que perfectos colgaban de tu cuerpo y de tus ojos.

Encontré también una tarjeta que certificaba que eras una estrella,

más de uno de nosotros ha pisado Hollywood alguna vez.

Vi tu nombre bordado en varias ropas,

como si pudieras, en algún momento, no recordar que las llevaste, que eran tuyas

y salir a la calle desnudo, como el hombre aquel que vimos una noche,

limpio, recién enloquecido.

He tomado una aguja y un ovillo de estambre,

recordando a la monja dominica que me enseñara bordado,

en los días en que deseaba que mi vida no tuviera costuras,

que no encontrara un nudo de remate

que me impidiera continuar buscando el sentido de la hebra.

Comencé a dar puntadas, uniendo todo lo robado.

He terminado, y como todos los hogares

siempre tienen una puerta que inconscientemente dejamos sin pestillos

entraré sigilosa esta noche a cubrirte con la manta que he bordado.

Deja que te arrope y te proteja,

y si te da calor no la arrojes, guárdala para el próximo invierno.

Es tuya porque te quiero.

 

 10 de enero de 2014


La chica de San Vicente

Todo lo acontecido en estos tres últimos meses no me ha permitido ver a mi madre como solía hacerlo, casi siempre a diario, tanto porque iba yo a su casa o ella tomaba un taxi al caer la tarde para visitarme en mi trabajo; el pequeño negocio familiar creado por su hermano y continuado por ella que nos permitió la libertaria experiencia de andar libres del ojo vigilante de un jefe de personal neurótico, conversar, compartir un café, sentarnos todos a almorzar en las amplias mesas de madera del taller y hasta tener una cálida sobremesa. Puede llegar a ser muy limitada la vida de quien mide la rentabilidad en acumulación de dinero. Hay muchas formas de ser espléndido.

Una de las cosas más importantes de estos últimos años era verla llegar emocionada, atesorando entre las páginas de un delicado cuaderno verde nilo con esquineros de metal dorado uno de sus últimos poemas, y admirar la exquisita prudencia con que acostumbra hacer un pedido: el leerme su poema en este caso y explicarme las ideas y emociones que, por profundas, necesitaron de una elaborada metáfora para expresar, en lo posible, lo que deseaba. Si algo guardaré de ella, cuando algún día aciago no esté, será ese cautivante cuaderno.

Hoy estuve con ella. Cuando empezaba a preparar el almuerzo por su cumpleaños, llegó a la cocina y se sentó en la silla del pequeño comedor de diario, la que está al lado de la puerta de vidrio que da acceso al breve patio, casi siempre abierta para que entren algo de viento y sol. Mientras ella me veía picar cebolla, moler ají, pelar papás y dorar ajos, comenzamos a ponernos al día de nuestras lecturas y películas, una forma más de hablar de nosotras también.

Una idea rondaba en mi cabeza entre las tantas que me suelen tener absorta, lo que me hace parecer más de una vez indiferente, cuando en realidad estoy más en ese otro mundo que en este. Me concentré en escuchar a mi madre así como la recordaba, paciente, prestar oídos a  todas las anécdotas que mi padre le contaba al llegar a casa eufórico después de una intensa asamblea sindical. Él no solo encontraba en ella la atención que todo narrador reclama; también recibía los mejores consejos. (Si mi padre pudo lograr un equilibrio en su labor sindical fue además por su inteligente asesoría.)

Y ahí estaba yo, contándole que Nathan Zuckerman, el alter ego narrador de Roth, decía en su novela Pastoral americana que a su personaje central, el gran Sueco Levov, le inspiró de niño la figura de un joven deportista, Roy Tucker, el honesto y valiente jugador de los Dodgers cuyo único defecto era “la tendencia a mantener el hombro derecho bajo y blandir el bate hacia arriba”, historia que Zuckerman conoció a través de un libro que tomara prestado de la biblioteca del Sueco, El chico de Tomskinville. “Cuánto de lo que escribimos se nutre de las emociones que los libros nos dejaron”, le comenté a mi madre.

Fue ahí cuando, sentada en la cocina, iluminada por la luz que entraba por la puerta vidriera, me contó que no tendría más de diez años cuando descubrió, a un lado del corral que separaba la casa de su abuela paterna de la de sus vecinos —los Noda, una de esas tardes que vamos de visita sin motivo—, una gran caja de madera, de la que, curiosa, levantó la tapa. Tuvo entonces que colgarse, apoyando el vientre sobre la parte delantera y despegando ligeramente del suelo los pequeños mocasines marrones que mantenían sus medias blancas de hilo protegidas del polvo, para mirar el fondo de la caja, donde encontró libros viejos guardados por su abuela. Eran los volúmenes que en su exilio de Lima a la provincia habían rescatado su padre junto a su hermano, su tío Augusto.

Ese fue el enorme tesoro de la infancia de mi madre: los libros del poeta Edilberto Zuleta de Aliaga. Desde esa fecha no hubo día en que no leyera la historia que alguno de ellos le contaba, y se la pasaba distraída pensando cómo haría Edmundo Dantés para escapar de su prisión. Llegó a ser imbuida a tal punto del espíritu romántico de esas novelas decimonónicas, que fue sugestionada por sus personajes, e iba lánguida con su libro bajo el brazo a tumbarse sobre algún antiguo sofá a leer las líneas que el tiempo de vida que le quedaba le diera, ahora que se sentía tan débil como Margarita Gautier.

Todos esos libros, ese cúmulo de palabras, la sostuvieron y la convirtieron —al igual que le pasó al Sueco— en alguien incapaz de jugar sucio, para así entregarse honestamente a las cosas, con la inocencia de esperar que los otros jugaran limpio también. Sin embargo, al Sueco Levov, el hijo predilecto de la comunidad judía de la Newark de los años cuarenta, la vida le pagó mal, como a su ídolo Tucker, quien después de llevar a su equipo al triunfo sufre en la final del juego un golpe bajo que lo alejaría para siempre de lo que amaba. Tal parece que jugar limpio no te evitará sufrir.

Mi madre hoy cumple ochenta y cuatro años, y estoy con ella ahora que no puede salir de casa porque todos, unos más que otros, hemos venido haciendo en ese juego que se llama vida todo mal. Ella también fue, ahora lo sé, La chica de San Vicente, con su diáfano libro de poemas, cuyo único defecto fue “ponerse de puntillas para tomar unos libros y creer que el mundo era como lo que en ellos se decía”.

Lima, 10 de junio de 2020


Finitud

Tenía un año y medio cuando vencí a la muerte. No recuerdo cómo fue; es algo que me contaron. Carlota, mi hermana mayor, aprendió una expresión extraña para una niña, “catéter de flebotomía”, cuando acompañó en medio de la noche a mi padre a la farmacia.

No quedó huella física de esa experiencia, excepto la cicatriz del catéter que introdujeron a la altura de mi tobillo. Y digo física porque una cicatriz de otra índole sí que me marcó. Ahora que desde el encierro veo la muerte como una posibilidad tan próxima, recuerdo que a muy temprana edad fui consciente de mi existencia.

Tenía siete años cuando me pregunté dónde estuvieron antes de que yo naciera  mis padres, tíos, abuela, mi maestra y mis hermanas. Llegué incluso a pensar que habían creado el mundo solo para mí. Mi madre notó por esos días que cuando me echaba champú yo no cerraba los ojos. Por más que me lo pedía yo persistía en tenerlos abiertos, no fuera a ser que si bajaba apareciera en otro lugar y tiempo, al lado de desconocidos.

Tuve cuadros de ansiedad cuando me separaba de mi casa. Ir a la escuela era algo tan agobiante que lloraba en silencio en mi carpeta. Mi maestra se dio cuenta, mis padres también, pero fue ella la que me colocó en la lista de niñas que debían participar de la intervención psicológica que un grupo de terapeutas haría en mi escuela.

La psicóloga que me tocó no era tan joven como las otras; tendría la edad de mi madre. Me dio confianza y seguridad esa coincidencia.. Después de una conversación inicial, me pidió que describiera lo que veía en la mesa. Enumeré su lapicero, los papeles, la caja de colores, todo. Cuando terminé, me preguntó si no faltaba algo. Volví a repasar, le dije que no. “¿Y los microbios y bacterias?”, me preguntó. Le expliqué que estaban ahí, pero “como no soy un microscopio no puedo verlos”, respondí. “Eso mismo”, me dijo, “no puedes verlos porque tus sentidos son limitados; tu vista no es un microscopio, y por ello no los ves, pero están ahí. Hay cosas que no puedes ver, pero eso no quiere decir que no existan”. Sentí un gran alivio.

Con los años, comprendí que era finita, que un día no estaría; también aprendí que no solo debía arreglarme con el alcance de mis sentidos, sino estar alerta a las limitaciones que nos impone siempre tratar de entender otras realidades.

¿Qué dejamos de ver?, ¿qué fue aquello que metimos debajo de la alfombra porque nos incomodaba?, me preguntaba antes e estar encerrada porque un letal virus nos muestra nuestra radical vulnerabilidad?

Sabemos la respuesta: desigualdad en su forma más brutal, exclusión y un desprecio hedonista por todo aquello que reduzca nuestros goces desde el lugar privilegiado que ocupamos.

Tal vez tuvimos que estar cercados por la muerte para comprender que debemos hacer grandes transformaciones. Si muero, solo deseo que nadie tengan miedo de compartirlo todo

Lima, 22 de abril de 2020

Acerca del asombro

“No temas entonces a la fragilidad de tu cuerpo o al pequeño tamaño de tus pies;

no temas a tu anonimato, tampoco a tu finitud.

Quien puede mirar el universo y comprenderlo lleva la luz con él”.

Tenía ocho años cuando mi padre instaló en mí lo que Rachel Carson llamaría, con certeza, “el sentido del asombro”. Me quejaba con él de mi tamaño; le reclamaba que debería ser tan alta como lo era mi hermana mayor. Él me miró con serenidad y me pidió que le alcanzara mi cuaderno y un lápiz. Se los di. Abrió el cuaderno, de aquellos cuyas hojas estaban sujetas por dos grapas, y en la página anterior al pliego central dibujó un círculo y en su centro hizo un diminuto punto.

—¿Ves el círculo grande y el punto pequeño del centro? —me preguntó.

—Sí.

—Pues el círculo grande es el Sol y ese punto es el planeta Tierra —agregó.

Yo lo escuchaba atenta, tratando de comprender esa enorme diferencia, cuando él pasó la página, y ahora dibujó, esta vez en todo el pliego central, otro círculo y al centro de este nuevamente un pequeño punto.

—Bien, ahora este círculo grande es la estrella Sirio y el punto que ves es nuestro Sol —me explicó.

Quedé confundida. Si la Tierra era ese punto respecto del Sol, y el Sol era ese otro punto en relación con Sirio, entonces yo era algo invisible en el universo, algo muy reducido e insignificante.

Mi padre me preguntó qué pensaba; le dije eso, que era insignificante. Sonrió, y me dijo que Sirio era enorme, pero no sabía de mí; sin embargo, yo, siendo muchísimo más pequeña, sí sabía de las estrellas y tenía conciencia de su existir.

Me tomó de súbito el asombro. Era tan importante lo que acababa de oír que quise saber más. Fue así que mi padre me explicó qué eran las estrellas, qué era la velocidad de la luz y lo lejos que aquellas pueden estar, al punto que tal vez ya no existan, y aún vemos su luz.

Fueron días muy especiales; solía preguntar cosas como de dónde venimos o adónde vamos. Descubrí la fotosíntesis y la importancia de la reproducción sexual para que pudiera haber existido la vida en un planeta que antes solo era habitado por bacterias.

Es por eso que se necesita de un adulto que deje de lado por un instante todas las cosas con que la vida adulta nos distrae para conducir a un niño en el descubrimiento de la naturaleza y de nuestra propia existencia; alguien que permita que nos asombremos y emocionemos al descubrir el misterioso mundo que habitamos

Hoy, 21 de abril, Día del Libro Infantil, renuevo mi deseo, como adulta, de poder mostrar, a través de las historias, aquello que de niña me asombró. En medio de este encierro obligado, cuando la naturaleza se abre paso para mostrarnos que ser parte de ella nos hace tan frágiles como cualquier otro ser vivo, pido a los padres, los maestros y los tutores entregarse con renovado entusiasmo a esta fascinante tarea.

Lima, 21 de abril de 2020



Tú, tú, tú y tú.


Juzgado desde el encierro, me parece mucho tiempo; sin embargo, no lo es. Las chicas y chicos de un taller que dicté hace dos inviernos deben tener ya doce años, salvo Avril, ahora cerca de los nueve. Cuando decidí  hacer con ellos mi primer taller de escritura creativa para niños, debo confesar que armé el plan de trabajo intuitivamente, pensado no solo para comprometerlos a fondo con el proyecto, sino también para jugar con ellos.

Nos propusimos así ser escritores y dar a la luz cinco historias. Coloqué en un tazón algunos nombres al azar. El que nos tocara sería el nombre de nuestro personaje. Después teníamos que imaginarlo todo (uno no puede ser un creador mezquino; todo acto creativo es generoso en esencia, y más aún si lo que harás es darle vida a alguien).

Fue así como se fueron formando distintos universos. Camila habló de Luna y su gato enamorado; Alonzo de Stik, un chico adolescente que recogió una traviesa ardilla que quería ser DJ; Avril de un pequeño perrito perdido en medio de una mudanza a la ciudad; y Paulo tenía en sus manos la existencia de Boby, un híbrido de humano y extraterrestre cuyos padres ciegos no se habían dado cuenta de que lo era.

Hicimos preguntas, cuestionamos hipótesis, anotamos lo interesante, todos en grupo para contribuir a que la historia, por más fantástica que fuera, no rompiera aquel orden que buscamos en todo cuento: que lo humano, alguna emoción o sentimiento estuvieran presentes, un conflicto que pusiera a nuestro personaje en aprietos y un final acorde con lo narrado. El resultado fue muy bueno. Tengo esas historias conmigo. Espero poder compartirlas pronto si los jóvenes escritores me lo permiten. Guardo todas menos una, la de Paulo.

Paulo no podía escribir un cuento; quería decir tanto; llegaba tan al fondo de las cosas que se iba extendiendo más y más. Estaba muy comprometido. No solo quería relatar una historia, sino decir algo importante, como si a su corta edad sospechara verdades que no podía expresar plenamente. Él sentía que cada palabra dicha e idea plasmada postulaba la búsqueda de respuestas. Es una condición tan humana; tanto que a los diez años ya estás inmerso en ella.

No presioné a Paulo. Sentí que no estaba obligado a terminar su relato. Había dicho cosas muy importantes sin haberla culminado. Una vez hicimos un ejercicio especial para despertar nuestras emociones después de un agotador día de escuela. Le di a cada uno de mis jóvenes escritores doce palitos de helado, un marcador indeleble, un palo de brocheta de madera (de esos chinos y descartables que venden en el mercado), una pieza de cartulina blanca perforada en el extremo inferior y superior, y cola de carpintero. Debían cerrar los ojos, relajarse y recordar los rostros de diez personas que consideraban habían sido fundamentales para que ellos estuvieran sanos y salvos en ese momento.

Lo hicieron, y luego les pedí que dijeran por qué estaban esos nombres allí. No saben todo lo que escuché. Cuánto amor hacia sus padres, abuelos, hermanos, amigos de escuela y sus maestros. Ninguno dejó de mencionar a uno de ellos por lo menos; sin embargo hubo un palito que llamó mi atención. Paulo había escrito en uno no un nombre, sino, entre comillas, “tú, tú, tú y tú”. Intrigada, le pregunté a que se refería. Él, sin titubear, desde el fondo de su hermosa mirada, me respondió: “Rosa, mis padres trabajan y me dan todo. Me han dado la vida, pero qué pasaría si no hubiera nadie más. Mis padres ganan el dinero para que yo coma, pero qué pasaría si la señora que vende en el mercado no existiera, o el campesino dejará de sembrar, o el chofer no quisiera traer las cosas al mercado, o Marta no me cuidara o me trajera, o tú no me enseñaras, o todos los que están aquí no vinieran a trabajar. Yo existo porque todos permiten que exista, y estoy sano y salvo por ellos”.

Quedé en silencio unos segundos. Paulo me había devuelto al origen, a una antigua verdad. De pronto todos nos miramos y sentí que teníamos que expresar algo. Di la voz a los demás. Dijeron que tenía razón, que todos son importantes, que por ello cualquier vida es valiosa, que nadie debe ser excluido, que todos los trabajos son necesarios, que todo es una cadena, que si un eslabón se rompe perdemos todos.

La cartulina que les di era para que en ella pongan deseos. Los palitos de helados serían la base de su balsa, la brocheta el mástil y la cartulina cruzada por el mástil a través de los orificios sería la vela que empuje su barco de deseos.

Sus peticiones incluían, además de a sus seres queridos, a la naturaleza, a todas las personas, anhelaban que nadie sufra y no hubiera egoísmo, y, sobre todo, pedían un futuro para ellos.

Hoy que llevo nueve días sin salir de casa, ese recuerdo es uno de los que me sostiene con más fuerza, cuando pienso en todos los que ahora no pueden hacer su trabajo, pero más aún en todos aquellos que lo están realizando para sostenernos: médicos, enfermeras, asistentes, choferes, personal de limpieza, policías, soldados, vendedores de alimentos, de medicinas. Ellos, nosotros, todos somos valiosos, porque si uno falta no estaremos sanos y salvos, mucho menos completos. Estoy aquí, viva y respirando, Paulo, porque están tú, tú, tú y tú…

Lima, 24 de marzo de 2020


Larga vida a Roth

Esta vez hablaré de ellos. Me enteré ayer, de noche, cuando llegué tarde del trabajo y un poco más tarde Daniel, de que Philip Roth había muerto. Si en algo puede consolar la muerte de alguien es porque, después de hecho el balance, esa vida que se fue sirvió para sostener a otras.

Entonces, mi padre estaba con una pierna rota, sin poder operarse porque un herpes que invadió la pierna mala impedía la intervención. Cortar nuestra piel para aliviar lo que adentro duele necesita que esté fuerte, que pueda cumplir la proctectora labor de cicatrizar correctamente, dejando con el tiempo tan solo una tenue marca de lo que fue muy doloroso.

Hoy un amigo me preguntó: “¿Es verdad que le leías todas las noches a tu padre mientras estuvo enfermo?”. Y recordé que sí, que así fue. Fueron noches en las que, mientras esperábamos juntos que el herpes cediera para proceder con la operación, mi padre no podía moverse, y soportaba estoicamente lo que le había tocado. Después de la cena hospitalaria y de tomadas todas las dosis necesarias para que el mal se detenga, el cuerpo resista y la mente se serene, acordamos que no tomaría el sedante para dormir a las ocho de la noche, como lo habían prescrito, sino a las diez. Habíamos encontrado una fórmula para escapar de las noches en el hospital sin salir de la habitación 901 C.

Era octubre, y desde la ventana de la habitación, sentada en una silla ubicada muy cerca de la cama de mi papá, colocada para poder verlo de frente, podía ver el anda del Señor de los Milagros en el ingreso del hospital, a la que volvía la vista cada vez que me detenía en algún párrafo. Descubrimos que leer juntos nos permitía estar juntos más tiempo, sin tener que repetir anécdotas o volvernos a contar lo que nos había pasado durante la jornada. Yo llegaba a las seis de la tarde, después del trabajo, y primero nos poníamos al día, pero con la ansiedad cada vez mayor de que fueran las ocho para saber qué le pasaría a Ira Ringold luego de entrar su nombre en las listas de sospechosos de comunistas del Gobierno gracias a las confesiones que su exesposa hiciera de él. Habíamos empezado a leer Me casé con un comunista.

La novela nos había tomado. Ya no importaba tanto que se programara la operación. Teníamos primero que saber qué haría el joven Nathan Zuckerman —el reiterado alter ego del autor— ahora que su padre se había dado cuenta de que las ideas de Ringold habían encontrado terreno fértil en su hijo. Y eso para empezar.

El universo construido por Roth nos permitía así seguir en la lucha. Total, qué tanto será una pierna rota frente a la descomunal tarea de poner en práctica la tesis XI de Marx sobre Feuerbach, más aún siendo un norteamericano de apellido irlandés que se gana la vida como actor de radio y llega a vivir a Hollywood casado con la más glamorosa actriz del cine mudo. Ya conocemos la tesis: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.

Una noche, en medio de la lectura, mi padre se detuvo y me hizo marcar un párrafo. Ya se estaba durmiendo. La benzodiacepina de 10 mg ya estaba haciendo su efecto, y quería estar más lúcido para lo que acababa de leerle. “Marca eso —me dijo—, que mañana te cuento cómo fue en mi caso, ahora ya tengo sueño”.

A la letra, ese párrafo decía: “¿Cómo se eligen? Por medio de una serie de accidentes y con mucha voluntad. ¿Cómo llegan a ti y cómo llegas a ellos? ¿Quiénes son? ¿Qué es esta genealogía que no es genética? En mi caso eran hombres de los que aprendía, de Paine a Fast y de Corwin a Murray, Ira y más allá, los hombres que me formaban, los hombres de los que procedía. Para mí todos eran notables, cada uno a su manera, personalidades con las que discutir, mentores que encarnaban o abrazaban ideas poderosas y que fueron los primeros en enseñarme a abrirme paso por el mundo y sus exigencias, los padres adoptados a los que también, cada uno en su momento, tuve que abandonar con su legado, tuvieron que desaparecer, dejando así lugar a la orfandad total, que es la virilidad. Cuando estás ahí afuera, en el mundo, completamente solo”.

Roth permitió que mi padre se abriera y me hablara de don Angelito, un viejo restaurador de Lince que le dio a sus quince años los siete ensayos de Mariátegui. Pero vinieron otros: me habló de su padre, de los filósofos que admiraba, de Gary Cooper haciendo de El Llanero (fue a ver tres veces en un día la película porque no podía creer que muriera), del profesor que lo alentó a seguir la secundaria.

La noche que terminamos de leer Me casé con un comunista lloramos juntos, no solo por lo que a Ira le pasó, sino porque llegaba a su fin una vida, la del universo que esa novela creó, y de la que fuimos testigos a través de cada palabra dicha. Larga vida a los grandes, a Ira, a mi padre, a Roth por siempre a Philip Roth.

Lima, 24 de mayo de 2018

Magallanes

De niña tenía ciertos héroes que no eran los de los cómics; eran sujetos de tiempos lejanos, llegados a mí a través de los relatos históricos en versión para niñ@s que mi papá me contaba. Uno de ellos fue la historia de Hernando de Magallanes, quien el 10 de agosto de 1519 partió de Sevilla con una escuadra de cinco naves con el propósito de circunnavegar el globo.

Mi padre trataba de que comprendiera la dimensión de esta hazaña, que viajara a un tiempo donde toda la tecnología que me hacía comprender la vida de una forma no existía; no había radio, ni radares, ni antibióticos, ni zapatos de goma. Era ahí que me estremecía de emoción, obligándome a acomodarme en el sillón porque el asombro ya se había instalado. Alguna información genética se detonaba y abría la posibilidad de sentirlos cerca, como aquellos hermanos mayores de los cuentos de Valdelomar, que salían de casa y llegaban luego a prodigar al hogar algo de bien, incluido un majestuoso Carmelo y su sentido del honor.

Buscando las Molucas, Magallanes y los suyos llegaron a lo que, en honor de Felipe II, llamaron Filipinas. Lograron llegar al Extremo Oriente, cumpliendo así el sueño de Colón. “Es en este lugar —y mi padre me decía ‘no olvidarás la fecha’— que un 27 de abril de 1521, en la batalla de Mactán, Magallanes murió”.

No pudo llegar al punto de donde zarpó tres años atrás; sin embargo, ya había logrado hacer casi todo el recorrido, y fue ese viaje, esos años de travesía, los que forjaron el compromiso de los hombres que continuaron con la ruta. Fueron 18 hombres de los 234 que salieron de Sevilla los que regresaron a ella en septiembre de 1522. La circunnavegación de la Tierra, con mayúscula, había sido realizada. Era al final de este relato en que la alegría me volvía: el sueño de Magallanes lo culminaron otros, que junto a él creyeron en lo mismo.

Hay tareas que alguien las inicia, y cuya gesta suele traer cambios; puede que la vida no les alcance para verlas concretarse o la realidad jale tramposamente la alfombra del piso para que trastabillen. Puede que no esté presente en Rusia Paolo Guerrero, pero nadie podrá negar que fue él quien hizo posible que toda la nación —esa esquiva palabra para nosotros los peruanos que algunas tardes el fútbol hace posible— cumpliera el sueño de participar en un mundial después de 36 años de ausencia. Ahora está en manos de la tripulación que queda continuar con la tarea.

Mayo, 2018

Las estrellas no mueren

Las estrellas no mueren, le dijo, no para uno; nos falta vida para ver una estrella apagarse, tan lejos y tan cerca, enormes soles sin conciencia de sí mismos; en cambio tú, tú sí sabes de ellos.

No temas entonces a la fragilidad de tu cuerpo o al pequeño tamaño de tus pies; no temas a tu anonimato, tampoco a tu finitud. Quien puede mirar el universo y comprenderlo lleva la luz con él.

Ves esa que brilla enormemente en medio del azul, le dijo señalando el cielo. Esa es Sirio, y es miles de veces más grande que el Sol, ¿sabes por qué ?, le dijo. Te diré el secreto: no es uno, son dos hermosos soles que viajan juntos, tan juntos que vemos una sola luz.

Tomó su mano con la certeza de que ahora, como aquella estrella, brillarían juntos siempre.

Noviembre, 2017


Ma


Atada a ti desde antes, quizás siempre,

Hogar el primero, húmedo, oscuro también.

Soy muy chica todavía para sentir tu ausencia,

Madre distante, dolor perpetuo.

Deambulo entre las aguas sin saber del aire

Olvidaste enseñarme a respirar lejos de ti.

Mira cómo me paro de manos,

Mira cómo se cimbra mi cuerpo,

Lo hábil que soy, mira, mamá.

Ma, voltea. Ma, soy yo, tu hija,

La que en nada se parece a ti, pero obstinada lo intenta.

Sé escribir, mamá, lee este poema.

¿Qué tal, mamá, está bien escrito?

¿No ?, ¿qué le faltó para conmoverte?

Has olvidado que deseo verte reír,

Que digas qué sientes cuando el sol brilla,

Pero también a qué deberé temer cuando llegue la noche.

Mamá, el hermoso pastel blanco de fresas rojas no era para mí.

De nada valdrán mis bellísimas acuarelas,

Ni la plasticidad de mi cuerpo,

Ni mis manos que adoraban tus fatigados pies.

Alguien dijo que el amor nos separa de los demás.

¿Había tal vez demasiado amor en esta tu hija?

Un embalse que tarde o temprano quiebre el dique.

Sea mi corazón el que te quiera en silencio,

Te libero ahora de amarme.

Que entre entonces el radiante sol por tu ventana,

Pierde ya el miedo a la demorada noche de historias.

Eres libre, madre,

Hace algún tiempo que no temo dormir sola.


Lima, 2 de febrero de 2016

Ceño

Frunces el ceño cuando te llamo sobreviviente

¿Acaso crees que no es suficiente?

¿Qué más esperas de la vida?

Si ya sé que está el reloj, ese del escaparate en la avenida Foch

Que viste en una película, jamás tan cerca

Sobrevivir te suena a migajas

Pues es bien poco lo que necesita un corazón para latir

Lo dijo la FAO, cinco al día

Y el fuego, el agua, un cielo con estrellas

Una mirada donde ver tu rostro

No necesitas espejos, necesitas mis ojos

Esos que no se cansan de mirarte

Sobrevivimos cada momento, en cada latido

Te das cuenta en el instante en que no te vas

Cierras los ojos, los abres y sigues ahí

La muerte no pudo contigo

Y aún desean más


Lima, Jueves 2 de febrero de 2017


80 años, mamá

“Para llegar seguro, Señor —no me dijiste—, tuve que amar la estrella, el ave y la azucena”. 

Estos versos pertenecen a mi abuelo, el poeta Edilberto Zuleta de Aliaga, el padre de Alina Zuleta Bueno, mi madre, quien hoy cumple 80 años, y nos permite en este, su primer poemario, conocer lo que en su corazón anida.

Aquel amor que en el verso mencionado se detalla necesita como condición la convivencia de dos dones opuestos y complementarios: primero, la capacidad de ensimismarse, de sumirse en la intimidad propia, para luego pasar a su opuesto, la alteridad o condición de ser otro, y así la estrella, el ave y la azucena están dentro de ti, y afloran a través del único modo con el que contamos para dar a conocer: el arte.

¿Qué puede significar en la vida de un niño o una niña tener una madre poeta? No sabría decirlo con precisión, pero en la medida en que sabemos que lo que nos brinda el medio en la infancia determinará buena parte de lo que seremos, entonces me atrevo a decir que tener una madre poeta te permitirá intuir que hay belleza en todo, y habrás ganado para siempre la oportunidad de mirar el mundo a través de un cristal más generoso.

Parte de los recuerdos que mi madre nos entrega en sus versos son evidencia de ello, de aquel hermoso regalo que su padre poeta le dejó: la valentía para, en su condición de mujer, renunciar a lo que violentamente se nos destina: lo doméstico, lo rutinario, lo repetitivo, para poder tener su propio espacio, una búsqueda del yo, de su intimidad. Tras este primer aprendizaje decide, muy joven, abandonar la tranquilidad de sosegada vida su vida en provincia para asumir el reto de estudiar letras en la Universidad de San Marcos. 

Puedo imaginarla con su larga cabellera dorada sujeta con alguna cinta o esos detalles con los que las chicas suelen acomodar sus cabellos, caminando ligera para llegar a sus clases en la Casona, en lo que es hoy el Parque Universitario. Recuerdo que, siendo niñas mis hermanas y yo, nos contaba parte de esa vida, de sus profesores, del examen que rindió para ingresar, de como cada fin de semana tenía que tomar el colectivo, esos enormes carros americanos que en la década de 1950 hacían los viajes interprovinciales, para llegar presurosa a su hogar. Ella tenía entonces 19 años. Y todo eso nos era tan familiar, porque ella nos hacía ver antiguas películas en blanco y negro, y los enormes carros no nos eran ajenos, los conocimos, una noche cuando James Dean luchaba por su honor adolescente frente a un barranco ante la mirada aterrada de una hermosa Natalie Wood o la melancólica de un joven y atormentado Sal Mineo, que respondía al sensato y racional nombre de Platón. 

Remembrábamos esa época dorada porque, en el momento en que lo hicimos, las cosas habían cambiado y la ciudad estaba tomada por tanques y soldados. En medio de las noches de toque de queda, de ráfagas de metralleta que estallaban a lo lejos, después de apagar la TV en blanco y negro, tarde, muy tarde —porque si la película era buena valía la pena dormir poco—, íbamos a acostarnos bajo el amparo musical y protector que fluía de los labios de una madre que amaba y conocía a Darío. Así de pronto uno ya no tenía miedo a la oscuridad porque, gracias a ella, sabías que había un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha del día y un rebaño de elefantes, un quiosco de malaquita y un gran manto de tisú y una gentil princesita, tan bonita, Carlotita, Rosita, Alinita, Oriettita, tan bonita como tú.

Y encontró belleza también fuera de ella, en su entorno, en la posibilidad de construir un mundo justo, un país donde sus alumnas de la escuela pública no tuvieran que padecer ningún tipo de exclusión y violencia, y fuera real la solidaridad y el amor fraterno . La poesía reclamó su lugar en esa etapa, esa poesía que se escribe con el aliento entrecortado y veces la propia sangre, y salió a las calles. La vimos, mis hermanas y yo, en sus asambleas sindicales, serena y la vez firme, dirigente sindical de las maestras del Perú, en las huelgas, en las marchas, recolectando víveres en los mercados para las ollas comunes; supimos de sus discursos fervorosos en plazas públicas, de que corría por las calles huyendo de la represión policial. Nos preocupamos, sí, pero también aprendimos que no podría ser de otra manera, que alguien que ama la poesía, que no puede escapar a ella, también amará la justicia, la solidaridad, la libertad. 

Tener una madre poeta es ante todo un desafío, es buscar la belleza hasta en el lugar menos pensado, es tomar el cristal de sus ojos para ser menos mezquino, es comprender que no debemos temer a ser libres. Cuántas palabras, mamá, cuántos versos, cuánto de tu lenguaje somos, cuánto del habla materna somos todos. Hoy festejo la riqueza que nos regalaste, el poder que colocaste en nuestros labios, amparado en la fuerza del conocimiento y apropiación de tu lengua, de poder encontrar la palabra precisa para comunicar lo que pensamos y sentimos, condición que nos libera, que nos permite ser, porque si no existiera la palabra no podríamos compartir nuestra humanidad. Cada una de nuestras fortalezas se sostienen en ese don, aquel que sembraste sin proponértelo, y allí, adonde vayamos, en el lugar que nos toque habitar o con quienes tengamos que compartir, sé que encontraremos la palabra justa, que no mezquine, y que, por el contrario, consiga colocar sobre el equilibrio entre lenguaje y realidad el enunciado preciso que nos permita seguir unidos.

A los 80 años uno ha vivido lo suficiente, mamá, como para lo que la juventud por su ímpetu impedía amalgamar se dé, y así cantará en tus oídos lo que tocas, y aquello que sientes con tus manos tendrá un sabor definido y podrás ver los aromas, y oler lo que el tiempo te trae como recuerdos, como en aquellas películas antiguas donde todo era posible, incluso el bien, ¿verdad mamá?.

Lima, 10 de junio de 2016

Primavera

Si no fuera por ti primavera, que llegas en el preciso momento en que mi espíritu gris de cielo gris se quebraba, como si la biofilia de esos seres pequeños que habitan en mi respondieran a un ciclo anterior al origen de la música de los vientos, de las montañas, del mar. Y llegas primavera para liberarme de la oscuridad del Tártaro, del fruto de granado que osadamente probé y vuelve cada tiempo a cobrar el precio de mi altanería. Llegas cuando, cansada mi esperanza de cielos mezquinos, un punto estaba de no creer más en la belleza. Y me entrego a ti para que cures este corazón cansado de cielos rotos.

Lima, 23 de septiembre de 2016

I´m not the one

El verano se iba, fueron muchas las horas que desparramada en el sillón de la casa en la provincia, cerca del mar, las horas pasaban, no guiadas por el minucioso compás del reloj que colgaba de la pared, sino por el en apariencia inexacto vaivén de las olas, presas de los caprichos del viento. Ese verano las horas fueron lentas, como empeñadas en contradecir la velocidad de sus asociaciones, aquella forma insanamente precoz con que su cabeza se conducía.

Era tiempo de retornar, de comprobar si el uniforme escolar le quedaba aún, si la falda estaba muy alta para la exigente moral de su escuela o si los zapatos milagrosamente habían crecido junto con el largo de sus pies.

Salió a ver la playa, para despedirse del muelle que le sirviera de confidente cuando el chico que le gustaba le partiera el corazón al decirle que no, sin saberlo, en un atardecer de verano, cuando el sol enorme y naranja, hundiéndose tras el horizonte , la animó a decir “es increíble que sea una estrella, ¿no te parece maravilloso ?, y él tan hermoso como torpe respondió“ ¿y qué? ”.

No fue el único verano que habría de recordar, pero si aquel en el que descubrió que él debía también amar las estrellas.

Lima, 3 de marzo de 2015


Lo sé

Para Alonso

Ahora sé porque me levanté contenta a pesar del frío y salí temprano a buscar el día.También sé, porque hoy, no me disgustó la lluvia en la mañana y dejé que esta mojara mi cabello. Saqué mi lengua y algunas gotas cayeron dentro de mí.

Encontré divertido subir al autobús y escuchar el ruido de la calle. Miré los rostros, los ojos brillantes. Al bajar me encontré un enorme charco y dejé que mis zapatos pisaran el lodo. 

No tuve miedo de manchar alfombra alguna con mis huellas, hasta la voladora. 

Me permití llegar fuera de la hora, llegué temprano a la salida y demasiado tarde a la entrada. Comí todos los caramelos de colores y me entregué al placer de los helados.

No tuve miedo de ser equilibrista, fui y vine de puntitas.

Ahora lo sé ... hoy es tu cumpleaños número trece

21 de agosto de 2014


Abril

Desde casa, abril es el otoño desparramado en los jardines, es el sol naranja en el horizonte, el aire suavemente húmedo como aquel que fuera agua antes de que  la tierra y el mar se separaran. Del otro lado, lejos de casa, Abril es quien abre las flores, quien inspira a la Tierra a compartir su riqueza, es el sol dando suavemente sobre el rostro. Abril llega y se va porque es dos sobre la tierra, tiempo de reposo y de guardar, de fiesta y de cosecha.

Abril nace de la espuma, caracola en la playa, amor, Venus y la vida. Y vuelve a ser dos porque el amor es bien  y es dolor cuando se pierde.

Abril a veces tiene rostro y es hermoso, ojos grises, iniciación al invierno, sonrisa luminosa principio de la vida.

Abril estuvo aquí de muchas formas, opuestas y complementarias; así fue para nosotros, para todos en casa. Abril se queda en el recuerdo que el corazón atesora, y será risa, tal vez llanto, como lo es el amor cuando se abre paso.


Febrero


A mi tío Carlos

Febrero, como el mago sonriente de las fiestas infantiles,

De quien esperabas el mejor de los hechizos,

El único que impedía que entregaras tu atención a otra cosa

Que no fuera la sorpresa que escondía

La silenciosa piñata de colores,

Trajo consigo la música


Sentada con los pies lejos del piso de losetas

Veías el movimiento psicodélico de los elepés

Un lenguaje que azarosamente conocías

Estremecía la torpeza de tus pasos

Ahora ya nada tiene masa

Los ojos estorban y enceguecen

Febrero es él, mostrándote la música

Irguiendo los sentidos

Bailas y estás agradecida

 

Lima, 13 de enero de 2014


Auras

El aura de tu esposa es verde, me dijo una vez, cuando ella aún solía venir por aquí. Todo comenzó el día en que Javier vio un destello naranja alrededor de su perro -Boby brilla- gritó en plena cena. Poco a poco todas las cosas resplandecieron ante sus ojos, y tuvo tanto miedo que se encerró en su cuarto, llegó a estar tres semanas sin salir de casa.

Acaba de llegar Lucy toda de blanco, como siempre, abran las bocas nos dice e introduce en cada una la pastilla, la de Javier es roja y la mía azul, en unos minutos las auras para Javier y las voces para mí desaparecerán.

Otoño 2004


Inauguración de la Cuarta Semana de la Caligrafía en Perú

  Buenas noches, amigas y amigos. Después de tiempos duros y extraños, luego de casi tres años volvemos a estar juntos —esta vez en la sala ...