Buenas
noches, amigas y amigos. Después de tiempos duros y extraños, luego de casi tres
años volvemos a estar juntos —esta vez en la sala Sur Andino del Museo Pedro de
Osma, entre importantes piezas de las culturas Tiahuanaco e Inca y de pinturas significativas
del periodo virreinal cusqueño— para inaugurar la Cuarta Semana de la
Caligrafía en el Perú, tal vez el principal festival de esta hermosa disciplina
en nuestra región en los últimos años.
No es posible
hablar de cultura sin reconocer la valerosa apuesta de quienes trabajan en ello
en un país como el nuestro, donde si bien el consenso sobre su importancia es
extendido, las acciones en su favor son escasas. El sector cultural ha sido quizá
uno de los más golpeados por la crisis ocasionada por el covid-19, que reveló la
vulnerabilidad de los trabajadores del arte ante cualquier contingencia.
Hoy estamos
aquí inaugurando una fiesta de la caligrafía, lo que podría tomarse como una
exquisitez, cuando es realidad todo lo contrario. Cualquier arte primero fue
una técnica, un saber y hacer creados para dar solución a algún problema que nuestra
humana limitación hacía irresoluble.
Así una
piedra silícea fue frotada sobre algún hongo inflamable para obtener fuego, o
fue tallada para obtener alimentos, o sirvió para marcar sobre barro con signos
indescifrables por nosotros, pero que daban cuenta de lo que aquella originaria
humanidad necesitaba para sobrevivir.
¿Fue la
escritura una técnica? Desde luego que sí, perfeccionada con el fin de registrar
información cada vez más compleja para dejar constancia —en un momento capital
de la historia de la escritura— en grandes hojas de papel artesanal y empleando
tintas de origen milenario aquello que como especie nos elevaba: el legado de
nuestra cultura, las representaciones de nuestra fe, nuestra aspiración a la
belleza.
Y es que
el arte, la cultura, la creatividad y la sensibilidad son condiciones que nos
definen y nos permiten integrarnos; son piezas fundamentales para el desarrollo
de cada uno, para la convivencia armónica y para la construcción de futuros de
paz.
Desde la escritura tallada en arcilla de las tablas de Uruk —hace más de cuatro mil años—, pasando por las inscripciones lapidarias de las capitales romanas —a las cuales debemos nuestro alfabeto— y las semiunciales escritas con pluma de ganso en el año 500, hasta llegar a las escuelas de enseñanza de escritura a mano con métodos como el sistema Spencerian o Palmer, ha pasado mucho tiempo, el suficiente para que el revolucionario saber que fue escribir a mano esté tal vez cada día más alejado de los que se inician en el mundo de la instrucción escolar.
En
cuanto a nuestra institución, orienta su labor a la preservación de la
escritura manuscrita en su expresión más especializada: la caligrafía,
ubicándola en los tiempos que nos toca vivir, realizando una apuesta por su
enseñanza más allá de su funcionalidad y presentándola a los más jóvenes como
un conocimiento detonador de su creatividad.
Recordemos
entonces con ternura a nuestras maestras de escuela, quienes nos enseñaron a
escribir, para asumir el reto que tenemos en Caligráfica: hacernos cargo de
toda la creatividad que debemos poner en marcha para que la caligrafía no quede
en el pasado; porque enseñar no solo es transferir conocimiento, sino también
crear las posibilidades para su propia producción o construcción.
Entre todos
los saberes que nos han definido, hoy celebramos a aquel hecho a base de lápiz,
pluma, tinta y papel.
Quiero
agradecer a todo el equipo que integra nuestra asociación, a Lissette Landauro,
a Mariana Rey de Castro, a Juan Luis Gargurevich, a Kara Navarro, a Karla
Rodríguez y a Claudia Inga, quienes han realizado un trabajo excepcional; a las
instituciones que nos han apoyado, al Ministerio de Cultura, a la Municipalidad
de Lince, al Museo Pedro de Osma, a los expositores en Perú y otros países, al
público interesado y a todos ustedes.
Damos así
por inaugurada la Cuarta Semana de la Caligrafía en Perú.