Thursday, June 25, 2020

Larga vida a Roth

Esta vez hablaré de ellos. Me enteré ayer, de noche, cuando llegué tarde del trabajo y un poco más tarde Daniel, de que Philip Roth había muerto. Si en algo puede consolar la muerte de alguien es porque, después de hecho el balance, esa vida que se fue sirvió para sostener a otras.

Entonces, mi padre estaba con una pierna rota, sin poder operarse porque un herpes que invadió la pierna mala impedía la intervención. Cortar nuestra piel para aliviar lo que adentro duele necesita que esté fuerte, que pueda cumplir la proctectora labor de cicatrizar correctamente, dejando con el tiempo tan solo una tenue marca de lo que fue muy doloroso.

Hoy un amigo me preguntó: “¿Es verdad que le leías todas las noches a tu padre mientras estuvo enfermo?”. Y recordé que sí, que así fue. Fueron noches en las que, mientras esperábamos juntos que el herpes cediera para proceder con la operación, mi padre no podía moverse, y soportaba estoicamente lo que le había tocado. Después de la cena hospitalaria y de tomadas todas las dosis necesarias para que el mal se detenga, el cuerpo resista y la mente se serene, acordamos que no tomaría el sedante para dormir a las ocho de la noche, como lo habían prescrito, sino a las diez. Habíamos encontrado una fórmula para escapar de las noches en el hospital sin salir de la habitación 901 C.

Era octubre, y desde la ventana de la habitación, sentada en una silla ubicada muy cerca de la cama de mi papá, colocada para poder verlo de frente, podía ver el anda del Señor de los Milagros en el ingreso del hospital, a la que volvía la vista cada vez que me detenía en algún párrafo. Descubrimos que leer juntos nos permitía estar juntos más tiempo, sin tener que repetir anécdotas o volvernos a contar lo que nos había pasado durante la jornada. Yo llegaba a las seis de la tarde, después del trabajo, y primero nos poníamos al día, pero con la ansiedad cada vez mayor de que fueran las ocho para saber qué le pasaría a Ira Ringold luego de entrar su nombre en las listas de sospechosos de comunistas del Gobierno gracias a las confesiones que su exesposa hiciera de él. Habíamos empezado a leer Me casé con un comunista.

La novela nos había tomado. Ya no importaba tanto que se programara la operación. Teníamos primero que saber qué haría el joven Nathan Zuckerman —el reiterado alter ego del autor— ahora que su padre se había dado cuenta de que las ideas de Ringold habían encontrado terreno fértil en su hijo. Y eso para empezar.

El universo construido por Roth nos permitía así seguir en la lucha. Total, qué tanto será una pierna rota frente a la descomunal tarea de poner en práctica la tesis XI de Marx sobre Feuerbach, más aún siendo un norteamericano de apellido irlandés que se gana la vida como actor de radio y llega a vivir a Hollywood casado con la más glamorosa actriz del cine mudo. Ya conocemos la tesis: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.

Una noche, en medio de la lectura, mi padre se detuvo y me hizo marcar un párrafo. Ya se estaba durmiendo. La benzodiacepina de 10 mg ya estaba haciendo su efecto, y quería estar más lúcido para lo que acababa de leerle. “Marca eso —me dijo—, que mañana te cuento cómo fue en mi caso, ahora ya tengo sueño”.

A la letra, ese párrafo decía: “¿Cómo se eligen? Por medio de una serie de accidentes y con mucha voluntad. ¿Cómo llegan a ti y cómo llegas a ellos? ¿Quiénes son? ¿Qué es esta genealogía que no es genética? En mi caso eran hombres de los que aprendía, de Paine a Fast y de Corwin a Murray, Ira y más allá, los hombres que me formaban, los hombres de los que procedía. Para mí todos eran notables, cada uno a su manera, personalidades con las que discutir, mentores que encarnaban o abrazaban ideas poderosas y que fueron los primeros en enseñarme a abrirme paso por el mundo y sus exigencias, los padres adoptados a los que también, cada uno en su momento, tuve que abandonar con su legado, tuvieron que desaparecer, dejando así lugar a la orfandad total, que es la virilidad. Cuando estás ahí afuera, en el mundo, completamente solo”.

Roth permitió que mi padre se abriera y me hablara de don Angelito, un viejo restaurador de Lince que le dio a sus quince años los siete ensayos de Mariátegui. Pero vinieron otros: me habló de su padre, de los filósofos que admiraba, de Gary Cooper haciendo de El Llanero (fue a ver tres veces en un día la película porque no podía creer que muriera), del profesor que lo alentó a seguir la secundaria.

La noche que terminamos de leer Me casé con un comunista lloramos juntos, no solo por lo que a Ira le pasó, sino porque llegaba a su fin una vida, la del universo que esa novela creó, y de la que fuimos testigos a través de cada palabra dicha. Larga vida a los grandes, a Ira, a mi padre, a Roth por siempre a Philip Roth.

Lima, 24 de mayo de 2018

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