Entonces, mi padre estaba con una pierna rota, sin poder
operarse porque un herpes que invadió la pierna mala impedía la intervención.
Cortar nuestra piel para aliviar lo que adentro duele necesita que esté fuerte,
que pueda cumplir la proctectora labor de cicatrizar correctamente, dejando con
el tiempo tan solo una tenue marca de lo que fue muy doloroso.
Hoy un amigo me preguntó: “¿Es verdad que le leías todas las
noches a tu padre mientras estuvo enfermo?”. Y recordé que sí, que así fue.
Fueron noches en las que, mientras esperábamos juntos que el herpes cediera
para proceder con la operación, mi padre no podía moverse, y soportaba
estoicamente lo que le había tocado. Después de la cena hospitalaria y de
tomadas todas las dosis necesarias para que el mal se detenga, el cuerpo
resista y la mente se serene, acordamos que no tomaría el sedante para dormir a
las ocho de la noche, como lo habían prescrito, sino a las diez. Habíamos
encontrado una fórmula para escapar de las noches en el hospital sin salir de
la habitación 901 C.
Era octubre, y desde la ventana de la habitación, sentada en
una silla ubicada muy cerca de la cama de mi papá, colocada para poder verlo de
frente, podía ver el anda del Señor de los Milagros en el ingreso del hospital,
a la que volvía la vista cada vez que me detenía en algún párrafo. Descubrimos
que leer juntos nos permitía estar juntos más tiempo, sin tener que repetir
anécdotas o volvernos a contar lo que nos había pasado durante la jornada. Yo
llegaba a las seis de la tarde, después del trabajo, y primero nos poníamos al
día, pero con la ansiedad cada vez mayor de que fueran las ocho para saber qué
le pasaría a Ira Ringold luego de entrar su nombre en las listas de sospechosos
de comunistas del Gobierno gracias a las confesiones que su exesposa hiciera de
él. Habíamos empezado a leer Me casé con un comunista.
La novela nos había tomado. Ya no importaba tanto que se
programara la operación. Teníamos primero que saber qué haría el joven Nathan Zuckerman
—el reiterado alter ego del autor— ahora que su padre se había dado cuenta de
que las ideas de Ringold habían encontrado terreno fértil en su hijo. Y eso
para empezar.
El universo construido por Roth nos permitía así seguir en
la lucha. Total, qué tanto será una pierna rota frente a la descomunal tarea de
poner en práctica la tesis XI de Marx sobre Feuerbach, más aún siendo un
norteamericano de apellido irlandés que se gana la vida como actor de radio y
llega a vivir a Hollywood casado con la más glamorosa actriz del cine mudo. Ya
conocemos la tesis: “Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos
modo el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”.
Una noche, en medio de la lectura, mi padre se detuvo y me
hizo marcar un párrafo. Ya se estaba durmiendo. La benzodiacepina de 10 mg ya
estaba haciendo su efecto, y quería estar más lúcido para lo que acababa de
leerle. “Marca eso —me dijo—, que mañana te cuento cómo fue en mi caso, ahora
ya tengo sueño”.
A la letra, ese párrafo decía: “¿Cómo se eligen? Por medio
de una serie de accidentes y con mucha voluntad. ¿Cómo llegan a ti y cómo
llegas a ellos? ¿Quiénes son? ¿Qué es esta genealogía que no es genética? En mi
caso eran hombres de los que aprendía, de Paine a Fast y de Corwin a Murray,
Ira y más allá, los hombres que me formaban, los hombres de los que procedía.
Para mí todos eran notables, cada uno a su manera, personalidades con las que
discutir, mentores que encarnaban o abrazaban ideas poderosas y que fueron los
primeros en enseñarme a abrirme paso por el mundo y sus exigencias, los padres
adoptados a los que también, cada uno en su momento, tuve que abandonar con su
legado, tuvieron que desaparecer, dejando así lugar a la orfandad total, que es
la virilidad. Cuando estás ahí afuera, en el mundo, completamente solo”.
Roth permitió que mi padre se abriera y me hablara de don
Angelito, un viejo restaurador de Lince que le dio a sus quince años los siete
ensayos de Mariátegui. Pero vinieron otros: me habló de su padre, de los filósofos
que admiraba, de Gary Cooper haciendo de El Llanero (fue a ver tres veces en un
día la película porque no podía creer que muriera), del profesor que lo alentó
a seguir la secundaria.
La noche que terminamos de leer Me casé con un comunista
lloramos juntos, no solo por lo que a Ira le pasó, sino porque llegaba a su fin
una vida, la del universo que esa novela creó, y de la que fuimos testigos a
través de cada palabra dicha. Larga vida a los grandes, a Ira, a mi padre, a
Roth por siempre a Philip Roth.
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