Tuesday, July 21, 2020

Quincemil

Cuando niña, frente al televisor en blanco y negro que estaba en la sala de mi casa, un sábado de invierno no tan frío —imagino que no lo era porque estaba temprano fuera de la cama— me explicó Carl Sagan qué era la quinta dimensión. Sabía algo porque en uno de los capítulos del Hombre Araña este se enfrentaba a los seres de Demencia 5 (incluso así se llamó el capítulo en español), habitantes de la quinta dimensión. En medio de una espiral psicodélica, ingresé a otro mundo guiada de la mano del delirio creativo de Ralph Bakshi.

Entonces para mí la quinta dimensión era un lugar debajo de la Tierra o sabe Dios de qué planeta donde vivían unas criaturas con cabeza de araña, túnicas largas y un agujero en la cabeza en lugar de rostro. Eso fue hasta que en la serie Cosmos, su anfitrión, Carl Sagan, nos definió a los humanos como seres básicamente tridimensionales, hechos de largo y ancho por altura, igual como concebimos el universo; un ejemplo más de cómo nuestra comprensión del mundo proviene de nuestra práctica con él.

Fue así que Sagan tomó una manzana, presionó su base sobre un tampón de tinta y dejó luego una huella en una hoja de papel. Recuerdo que me dijo —sí, porque te hablaba a los ojos— que quienes tienen dos dimensiones solo verían de la manzana su impronta. En consecuencia, mis tres dimensiones no me permitirían, al menos no hasta ahora, entrar a la quinta dimensión.

Pasaron los años y volvieron a dar Cosmos, ahora de la mano de un discípulo de Sagan, Neil deGrasse Tyson, quien en un capítulo —ya no en blanco y negro, sino con todos los detalles de las pantallas Led— hacía un relato del vínculo que unió a los primeros humanos con las estrellas y el firmamento. Así, en la superficie del cielo, hallaban la respuesta para no tomar el camino equivocado o encontraban las señales para anticiparse a una tormenta. En aquella escena de recreación, junto al grupo sentado alrededor de una fogata, estaba un perro, un lobo que renunció a su fiereza para recibir protección humana.

Ese mismo día, por la noche, leyéndole a mi padre el libro Sapiens, de Harari, nos detuvimos en una parte en la que revelaba que los primeros vestigios de un humano enterrado al lado de un perro datan de hace quince mil años. Harari y su libro quedaron a un lado para emocionarnos, mi padre y yo, con la presencia de nuestros fieles amigos a lo largo de nuestra historia familiar, en el momento en que en medio de esa lectura, recostada al pie del lecho de mi padre, Luna escuchaba atenta que algo decíamos sobre ella y su estirpe.

Quincemil es uno de los tantos nombres que Luna ha recibido, sobrenombres pasajeros que surgen motivados por cada uno de sus actos, desde sus pequeños saltos emocionados cuando te recibe al llegar a casa hasta cuando se colma de tu calor y decide ir a los pies de la cama. Quincemil también suele ser el nombre que le damos cuando, perplejos, nos percatamos de algo que da cuenta de su particular conciencia para percibir el mundo. Hay algo en esos actos, en su gesto y atención que me hacen sentir que solo puedo ver la huella que deja esa maravilla que debe ser Luna sobre el papel que es mi conciencia. Ella es para mí una de las tantas formas en que la quinta dimensión aparece.

Hoy, 21 de julio, Día Internacional del Perro, celebro estos quince mil años de andar juntos. 


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