“No temas entonces a la fragilidad de tu cuerpo o al pequeño tamaño de tus pies;
no temas a tu anonimato, tampoco a tu finitud.
Quien puede mirar el universo y comprenderlo lleva la luz
con él”.
Tenía ocho años cuando mi padre instaló en mí lo que Rachel Carson llamaría, con certeza, “el sentido del asombro”. Me quejaba con él de mi tamaño; le reclamaba que debería ser tan alta como lo era mi hermana mayor. Él me miró con serenidad y me pidió que le alcanzara mi cuaderno y un lápiz. Se los di. Abrió el cuaderno, de aquellos cuyas hojas estaban sujetas por dos grapas, y en la página anterior al pliego central dibujó un círculo y en su centro hizo un diminuto punto.
—¿Ves el círculo grande y el punto pequeño del centro? —me
preguntó.
—Sí.
—Pues el círculo grande es el Sol y ese punto es el planeta
Tierra —agregó.
Yo lo escuchaba atenta, tratando de comprender esa enorme
diferencia, cuando él pasó la página, y ahora dibujó, esta vez en todo el
pliego central, otro círculo y al centro de este nuevamente un pequeño punto.
—Bien, ahora este círculo grande es la estrella Sirio y el
punto que ves es nuestro Sol —me explicó.
Quedé confundida. Si la Tierra era ese punto respecto del
Sol, y el Sol era ese otro punto en relación con Sirio, entonces yo era algo
invisible en el universo, algo muy reducido e insignificante.
Mi padre me preguntó qué pensaba; le dije eso, que era
insignificante. Sonrió, y me dijo que Sirio era enorme, pero no sabía de mí;
sin embargo, yo, siendo muchísimo más pequeña, sí sabía de las estrellas y
tenía conciencia de su existir.
Me tomó de súbito el asombro. Era tan importante lo que
acababa de oír que quise saber más. Fue así que mi padre me explicó qué eran
las estrellas, qué era la velocidad de la luz y lo lejos que aquellas pueden
estar, al punto que tal vez ya no existan, y aún vemos su luz.
Fueron días muy especiales; solía preguntar cosas como de
dónde venimos o adónde vamos. Descubrí la fotosíntesis y la importancia de la
reproducción sexual para que pudiera haber existido la vida en un planeta que
antes solo era habitado por bacterias.
Es por eso que se necesita de un adulto que deje de lado por
un instante todas las cosas con que la vida adulta nos distrae para conducir a
un niño en el descubrimiento de la naturaleza y de nuestra propia existencia;
alguien que permita que nos asombremos y emocionemos al descubrir el misterioso
mundo que habitamos
Hoy, 21 de abril, Día del Libro Infantil, renuevo mi deseo,
como adulta, de poder mostrar, a través de las historias, aquello que de niña
me asombró. En medio de este encierro obligado, cuando la naturaleza se abre
paso para mostrarnos que ser parte de ella nos hace tan frágiles como cualquier
otro ser vivo, pido a los padres, los maestros y los tutores entregarse con
renovado entusiasmo a esta fascinante tarea.
Lima, 21 de abril de 2020
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