la pequeña camisa que mamá guardo
para recordar que llegaste indefenso
como aquel pajarito que desde lejos dormía en su nido.
También tomé de aquella foto en blanco y negro
la sonrisa de tu cumpleaños número ocho,
y el asombro en tu rostro frente al regalo envuelto,
sin importar lo que este ocultara.
Me resistí a robar el poema que secretamente
escribiste para el primer amor que tuviste,
y a pesar de quererte solo para mi
supe que algo de mi estaba encerrado en cada palabra:
profeta adolescente que sabe que el amor es inevitable
y que nos espera persistente al final del diluvio.
Y lo robé, tachando el nombre que en él aparecía y colocando
en su lugar diversas rosas,
todas las rosas que uno puede ser.
Subí al desván y entre los estornudos que me impedían
reconstruir el pasado,
como legiones de ácaros que sirven de escudos,
en su afán biológico de ir hacia adelante
fui frenada en más de un momento.
Ir hacia adelante con mirar retrovisado, y allí la camiseta
y el jean
que perfectos colgaban de tu cuerpo y de tus ojos.
Encontré también una tarjeta que certificaba que eras una
estrella,
más de uno de nosotros ha pisado Hollywood alguna vez.
Vi tu nombre bordado en varias ropas,
como si pudieras, en algún momento, no recordar que las
llevaste, que eran tuyas
y salir a la calle desnudo, como el hombre aquel que vimos
una noche,
limpio, recién enloquecido.
He tomado una aguja y un ovillo de estambre,
recordando a la monja dominica que me enseñara bordado,
en los días en que deseaba que mi vida no tuviera costuras,
que no encontrara un nudo de remate
que me impidiera continuar buscando el sentido de la hebra.
Comencé a dar puntadas, uniendo todo lo robado.
He terminado, y como todos los hogares
siempre tienen una puerta que inconscientemente dejamos sin
pestillos
entraré sigilosa esta noche a cubrirte con la manta que he
bordado.
Deja que te arrope y te proteja,
y si te da calor no la arrojes, guárdala para el próximo
invierno.
Es tuya porque te quiero.
10 de enero de 2014
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