Una de las cosas más importantes de estos últimos años era
verla llegar emocionada, atesorando entre las páginas de un delicado cuaderno
verde nilo con esquineros de metal dorado uno de sus últimos poemas, y admirar
la exquisita prudencia con que acostumbra hacer un pedido: el leerme su poema
en este caso y explicarme las ideas y emociones que, por profundas, necesitaron
de una elaborada metáfora para expresar, en lo posible, lo que deseaba. Si algo
guardaré de ella, cuando algún día aciago no esté, será ese cautivante
cuaderno.
Hoy estuve con ella. Cuando empezaba a preparar el almuerzo
por su cumpleaños, llegó a la cocina y se sentó en la silla del pequeño comedor
de diario, la que está al lado de la puerta de vidrio que da acceso al breve
patio, casi siempre abierta para que entren algo de viento y sol. Mientras ella
me veía picar cebolla, moler ají, pelar papás y dorar ajos, comenzamos a
ponernos al día de nuestras lecturas y películas, una forma más de hablar de
nosotras también.
Una idea rondaba en mi cabeza entre las tantas que me suelen
tener absorta, lo que me hace parecer más de una vez indiferente, cuando en
realidad estoy más en ese otro mundo que en este. Me concentré en escuchar a mi
madre así como la recordaba, paciente, prestar oídos a todas las anécdotas que mi padre le contaba
al llegar a casa eufórico después de una intensa asamblea sindical. Él no solo
encontraba en ella la atención que todo narrador reclama; también recibía los
mejores consejos. (Si mi padre pudo lograr un equilibrio en su labor sindical
fue además por su inteligente asesoría.)
Y ahí estaba yo, contándole que Nathan Zuckerman, el alter
ego narrador de Roth, decía en su novela Pastoral americana que a su personaje
central, el gran Sueco Levov, le inspiró de niño la figura de un joven
deportista, Roy Tucker, el honesto y valiente jugador de los Dodgers cuyo único
defecto era “la tendencia a mantener el hombro derecho bajo y blandir el bate
hacia arriba”, historia que Zuckerman conoció a través de un libro que tomara
prestado de la biblioteca del Sueco, El chico de Tomskinville. “Cuánto de lo
que escribimos se nutre de las emociones que los libros nos dejaron”, le
comenté a mi madre.
Fue ahí cuando, sentada en la cocina, iluminada por la luz
que entraba por la puerta vidriera, me contó que no tendría más de diez años
cuando descubrió, a un lado del corral que separaba la casa de su abuela
paterna de la de sus vecinos —los Noda, una de esas tardes que vamos de visita
sin motivo—, una gran caja de madera, de la que, curiosa, levantó la tapa. Tuvo
entonces que colgarse, apoyando el vientre sobre la parte delantera y
despegando ligeramente del suelo los pequeños mocasines marrones que mantenían
sus medias blancas de hilo protegidas del polvo, para mirar el fondo de la
caja, donde encontró libros viejos guardados por su abuela. Eran los volúmenes
que en su exilio de Lima a la provincia habían rescatado su padre junto a su
hermano, su tío Augusto.
Ese fue el enorme tesoro de la infancia de mi madre: los
libros del poeta Edilberto Zuleta de Aliaga. Desde esa fecha no hubo día en que
no leyera la historia que alguno de ellos le contaba, y se la pasaba distraída
pensando cómo haría Edmundo Dantés para escapar de su prisión. Llegó a ser
imbuida a tal punto del espíritu romántico de esas novelas decimonónicas, que
fue sugestionada por sus personajes, e iba lánguida con su libro bajo el brazo
a tumbarse sobre algún antiguo sofá a leer las líneas que el tiempo de vida que
le quedaba le diera, ahora que se sentía tan débil como Margarita Gautier.
Todos esos libros, ese cúmulo de palabras, la sostuvieron y
la convirtieron —al igual que le pasó al Sueco— en alguien incapaz de jugar
sucio, para así entregarse honestamente a las cosas, con la inocencia de
esperar que los otros jugaran limpio también. Sin embargo, al Sueco Levov, el
hijo predilecto de la comunidad judía de la Newark de los años cuarenta, la
vida le pagó mal, como a su ídolo Tucker, quien después de llevar a su equipo
al triunfo sufre en la final del juego un golpe bajo que lo alejaría para
siempre de lo que amaba. Tal parece que jugar limpio no te evitará sufrir.
Mi madre hoy cumple ochenta y cuatro años, y estoy con ella
ahora que no puede salir de casa porque todos, unos más que otros, hemos venido
haciendo en ese juego que se llama vida todo mal. Ella también fue, ahora lo
sé, La chica de San Vicente, con su diáfano libro de poemas, cuyo único defecto
fue “ponerse de puntillas para tomar unos libros y creer que el mundo era como
lo que en ellos se decía”.
Lima, 10 de junio de 2020
No comments:
Post a Comment