Thursday, June 25, 2020

La chica de San Vicente

Todo lo acontecido en estos tres últimos meses no me ha permitido ver a mi madre como solía hacerlo, casi siempre a diario, tanto porque iba yo a su casa o ella tomaba un taxi al caer la tarde para visitarme en mi trabajo; el pequeño negocio familiar creado por su hermano y continuado por ella que nos permitió la libertaria experiencia de andar libres del ojo vigilante de un jefe de personal neurótico, conversar, compartir un café, sentarnos todos a almorzar en las amplias mesas de madera del taller y hasta tener una cálida sobremesa. Puede llegar a ser muy limitada la vida de quien mide la rentabilidad en acumulación de dinero. Hay muchas formas de ser espléndido.

Una de las cosas más importantes de estos últimos años era verla llegar emocionada, atesorando entre las páginas de un delicado cuaderno verde nilo con esquineros de metal dorado uno de sus últimos poemas, y admirar la exquisita prudencia con que acostumbra hacer un pedido: el leerme su poema en este caso y explicarme las ideas y emociones que, por profundas, necesitaron de una elaborada metáfora para expresar, en lo posible, lo que deseaba. Si algo guardaré de ella, cuando algún día aciago no esté, será ese cautivante cuaderno.

Hoy estuve con ella. Cuando empezaba a preparar el almuerzo por su cumpleaños, llegó a la cocina y se sentó en la silla del pequeño comedor de diario, la que está al lado de la puerta de vidrio que da acceso al breve patio, casi siempre abierta para que entren algo de viento y sol. Mientras ella me veía picar cebolla, moler ají, pelar papás y dorar ajos, comenzamos a ponernos al día de nuestras lecturas y películas, una forma más de hablar de nosotras también.

Una idea rondaba en mi cabeza entre las tantas que me suelen tener absorta, lo que me hace parecer más de una vez indiferente, cuando en realidad estoy más en ese otro mundo que en este. Me concentré en escuchar a mi madre así como la recordaba, paciente, prestar oídos a  todas las anécdotas que mi padre le contaba al llegar a casa eufórico después de una intensa asamblea sindical. Él no solo encontraba en ella la atención que todo narrador reclama; también recibía los mejores consejos. (Si mi padre pudo lograr un equilibrio en su labor sindical fue además por su inteligente asesoría.)

Y ahí estaba yo, contándole que Nathan Zuckerman, el alter ego narrador de Roth, decía en su novela Pastoral americana que a su personaje central, el gran Sueco Levov, le inspiró de niño la figura de un joven deportista, Roy Tucker, el honesto y valiente jugador de los Dodgers cuyo único defecto era “la tendencia a mantener el hombro derecho bajo y blandir el bate hacia arriba”, historia que Zuckerman conoció a través de un libro que tomara prestado de la biblioteca del Sueco, El chico de Tomskinville. “Cuánto de lo que escribimos se nutre de las emociones que los libros nos dejaron”, le comenté a mi madre.

Fue ahí cuando, sentada en la cocina, iluminada por la luz que entraba por la puerta vidriera, me contó que no tendría más de diez años cuando descubrió, a un lado del corral que separaba la casa de su abuela paterna de la de sus vecinos —los Noda, una de esas tardes que vamos de visita sin motivo—, una gran caja de madera, de la que, curiosa, levantó la tapa. Tuvo entonces que colgarse, apoyando el vientre sobre la parte delantera y despegando ligeramente del suelo los pequeños mocasines marrones que mantenían sus medias blancas de hilo protegidas del polvo, para mirar el fondo de la caja, donde encontró libros viejos guardados por su abuela. Eran los volúmenes que en su exilio de Lima a la provincia habían rescatado su padre junto a su hermano, su tío Augusto.

Ese fue el enorme tesoro de la infancia de mi madre: los libros del poeta Edilberto Zuleta de Aliaga. Desde esa fecha no hubo día en que no leyera la historia que alguno de ellos le contaba, y se la pasaba distraída pensando cómo haría Edmundo Dantés para escapar de su prisión. Llegó a ser imbuida a tal punto del espíritu romántico de esas novelas decimonónicas, que fue sugestionada por sus personajes, e iba lánguida con su libro bajo el brazo a tumbarse sobre algún antiguo sofá a leer las líneas que el tiempo de vida que le quedaba le diera, ahora que se sentía tan débil como Margarita Gautier.

Todos esos libros, ese cúmulo de palabras, la sostuvieron y la convirtieron —al igual que le pasó al Sueco— en alguien incapaz de jugar sucio, para así entregarse honestamente a las cosas, con la inocencia de esperar que los otros jugaran limpio también. Sin embargo, al Sueco Levov, el hijo predilecto de la comunidad judía de la Newark de los años cuarenta, la vida le pagó mal, como a su ídolo Tucker, quien después de llevar a su equipo al triunfo sufre en la final del juego un golpe bajo que lo alejaría para siempre de lo que amaba. Tal parece que jugar limpio no te evitará sufrir.

Mi madre hoy cumple ochenta y cuatro años, y estoy con ella ahora que no puede salir de casa porque todos, unos más que otros, hemos venido haciendo en ese juego que se llama vida todo mal. Ella también fue, ahora lo sé, La chica de San Vicente, con su diáfano libro de poemas, cuyo único defecto fue “ponerse de puntillas para tomar unos libros y creer que el mundo era como lo que en ellos se decía”.

Lima, 10 de junio de 2020


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