Juzgado desde el encierro, me parece mucho tiempo; sin
embargo, no lo es. Las chicas y chicos de un taller que dicté hace dos
inviernos deben tener ya doce años, salvo Avril, ahora cerca de los nueve.
Cuando decidí hacer con ellos mi primer
taller de escritura creativa para niños, debo confesar que armé el plan de trabajo
intuitivamente, pensado no solo para comprometerlos a fondo con el proyecto,
sino también para jugar con ellos.
Nos propusimos así ser escritores y dar a la luz cinco
historias. Coloqué en un tazón algunos nombres al azar. El que nos tocara sería
el nombre de nuestro personaje. Después teníamos que imaginarlo todo (uno no
puede ser un creador mezquino; todo acto creativo es generoso en esencia, y más
aún si lo que harás es darle vida a alguien).
Fue así como se fueron formando distintos universos. Camila
habló de Luna y su gato enamorado; Alonzo de Stik, un chico adolescente que
recogió una traviesa ardilla que quería ser DJ; Avril de un pequeño perrito
perdido en medio de una mudanza a la ciudad; y Paulo tenía en sus manos la
existencia de Boby, un híbrido de humano y extraterrestre cuyos padres ciegos
no se habían dado cuenta de que lo era.
Hicimos preguntas, cuestionamos hipótesis, anotamos lo
interesante, todos en grupo para contribuir a que la historia, por más
fantástica que fuera, no rompiera aquel orden que buscamos en todo cuento: que
lo humano, alguna emoción o sentimiento estuvieran presentes, un conflicto que
pusiera a nuestro personaje en aprietos y un final acorde con lo narrado. El
resultado fue muy bueno. Tengo esas historias conmigo. Espero poder
compartirlas pronto si los jóvenes escritores me lo permiten. Guardo todas
menos una, la de Paulo.
Paulo no podía escribir un cuento; quería decir tanto;
llegaba tan al fondo de las cosas que se iba extendiendo más y más. Estaba muy
comprometido. No solo quería relatar una historia, sino decir algo importante,
como si a su corta edad sospechara verdades que no podía expresar plenamente.
Él sentía que cada palabra dicha e idea plasmada postulaba la búsqueda de
respuestas. Es una condición tan humana; tanto que a los diez años ya estás
inmerso en ella.
No presioné a Paulo. Sentí que no estaba obligado a terminar
su relato. Había dicho cosas muy importantes sin haberla culminado. Una vez
hicimos un ejercicio especial para despertar nuestras emociones después de un
agotador día de escuela. Le di a cada uno de mis jóvenes escritores doce
palitos de helado, un marcador indeleble, un palo de brocheta de madera (de
esos chinos y descartables que venden en el mercado), una pieza de cartulina
blanca perforada en el extremo inferior y superior, y cola de carpintero.
Debían cerrar los ojos, relajarse y recordar los rostros de diez personas que
consideraban habían sido fundamentales para que ellos estuvieran sanos y salvos
en ese momento.
Lo hicieron, y luego les pedí que dijeran por qué estaban
esos nombres allí. No saben todo lo que escuché. Cuánto amor hacia sus padres,
abuelos, hermanos, amigos de escuela y sus maestros. Ninguno dejó de mencionar
a uno de ellos por lo menos; sin embargo hubo un palito que llamó mi atención.
Paulo había escrito en uno no un nombre, sino, entre comillas, “tú, tú, tú y
tú”. Intrigada, le pregunté a que se refería. Él, sin titubear, desde el fondo
de su hermosa mirada, me respondió: “Rosa, mis padres trabajan y me dan todo.
Me han dado la vida, pero qué pasaría si no hubiera nadie más. Mis padres ganan
el dinero para que yo coma, pero qué pasaría si la señora que vende en el
mercado no existiera, o el campesino dejará de sembrar, o el chofer no quisiera
traer las cosas al mercado, o Marta no me cuidara o me trajera, o tú no me
enseñaras, o todos los que están aquí no vinieran a trabajar. Yo existo porque
todos permiten que exista, y estoy sano y salvo por ellos”.
Quedé en silencio unos segundos. Paulo me había devuelto al
origen, a una antigua verdad. De pronto todos nos miramos y sentí que teníamos
que expresar algo. Di la voz a los demás. Dijeron que tenía razón, que todos
son importantes, que por ello cualquier vida es valiosa, que nadie debe ser
excluido, que todos los trabajos son necesarios, que todo es una cadena, que si
un eslabón se rompe perdemos todos.
La cartulina que les di era para que en ella pongan deseos.
Los palitos de helados serían la base de su balsa, la brocheta el mástil y la
cartulina cruzada por el mástil a través de los orificios sería la vela que
empuje su barco de deseos.
Sus peticiones incluían, además de a sus seres queridos, a
la naturaleza, a todas las personas, anhelaban que nadie sufra y no hubiera
egoísmo, y, sobre todo, pedían un futuro para ellos.
Hoy que llevo nueve días sin salir de casa, ese recuerdo es
uno de los que me sostiene con más fuerza, cuando pienso en todos los que ahora
no pueden hacer su trabajo, pero más aún en todos aquellos que lo están
realizando para sostenernos: médicos, enfermeras, asistentes, choferes,
personal de limpieza, policías, soldados, vendedores de alimentos, de
medicinas. Ellos, nosotros, todos somos valiosos, porque si uno falta no
estaremos sanos y salvos, mucho menos completos. Estoy aquí, viva y respirando,
Paulo, porque están tú, tú, tú y tú…
Lima, 24 de marzo de 2020
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