Thursday, June 25, 2020

Tú, tú, tú y tú.


Juzgado desde el encierro, me parece mucho tiempo; sin embargo, no lo es. Las chicas y chicos de un taller que dicté hace dos inviernos deben tener ya doce años, salvo Avril, ahora cerca de los nueve. Cuando decidí  hacer con ellos mi primer taller de escritura creativa para niños, debo confesar que armé el plan de trabajo intuitivamente, pensado no solo para comprometerlos a fondo con el proyecto, sino también para jugar con ellos.

Nos propusimos así ser escritores y dar a la luz cinco historias. Coloqué en un tazón algunos nombres al azar. El que nos tocara sería el nombre de nuestro personaje. Después teníamos que imaginarlo todo (uno no puede ser un creador mezquino; todo acto creativo es generoso en esencia, y más aún si lo que harás es darle vida a alguien).

Fue así como se fueron formando distintos universos. Camila habló de Luna y su gato enamorado; Alonzo de Stik, un chico adolescente que recogió una traviesa ardilla que quería ser DJ; Avril de un pequeño perrito perdido en medio de una mudanza a la ciudad; y Paulo tenía en sus manos la existencia de Boby, un híbrido de humano y extraterrestre cuyos padres ciegos no se habían dado cuenta de que lo era.

Hicimos preguntas, cuestionamos hipótesis, anotamos lo interesante, todos en grupo para contribuir a que la historia, por más fantástica que fuera, no rompiera aquel orden que buscamos en todo cuento: que lo humano, alguna emoción o sentimiento estuvieran presentes, un conflicto que pusiera a nuestro personaje en aprietos y un final acorde con lo narrado. El resultado fue muy bueno. Tengo esas historias conmigo. Espero poder compartirlas pronto si los jóvenes escritores me lo permiten. Guardo todas menos una, la de Paulo.

Paulo no podía escribir un cuento; quería decir tanto; llegaba tan al fondo de las cosas que se iba extendiendo más y más. Estaba muy comprometido. No solo quería relatar una historia, sino decir algo importante, como si a su corta edad sospechara verdades que no podía expresar plenamente. Él sentía que cada palabra dicha e idea plasmada postulaba la búsqueda de respuestas. Es una condición tan humana; tanto que a los diez años ya estás inmerso en ella.

No presioné a Paulo. Sentí que no estaba obligado a terminar su relato. Había dicho cosas muy importantes sin haberla culminado. Una vez hicimos un ejercicio especial para despertar nuestras emociones después de un agotador día de escuela. Le di a cada uno de mis jóvenes escritores doce palitos de helado, un marcador indeleble, un palo de brocheta de madera (de esos chinos y descartables que venden en el mercado), una pieza de cartulina blanca perforada en el extremo inferior y superior, y cola de carpintero. Debían cerrar los ojos, relajarse y recordar los rostros de diez personas que consideraban habían sido fundamentales para que ellos estuvieran sanos y salvos en ese momento.

Lo hicieron, y luego les pedí que dijeran por qué estaban esos nombres allí. No saben todo lo que escuché. Cuánto amor hacia sus padres, abuelos, hermanos, amigos de escuela y sus maestros. Ninguno dejó de mencionar a uno de ellos por lo menos; sin embargo hubo un palito que llamó mi atención. Paulo había escrito en uno no un nombre, sino, entre comillas, “tú, tú, tú y tú”. Intrigada, le pregunté a que se refería. Él, sin titubear, desde el fondo de su hermosa mirada, me respondió: “Rosa, mis padres trabajan y me dan todo. Me han dado la vida, pero qué pasaría si no hubiera nadie más. Mis padres ganan el dinero para que yo coma, pero qué pasaría si la señora que vende en el mercado no existiera, o el campesino dejará de sembrar, o el chofer no quisiera traer las cosas al mercado, o Marta no me cuidara o me trajera, o tú no me enseñaras, o todos los que están aquí no vinieran a trabajar. Yo existo porque todos permiten que exista, y estoy sano y salvo por ellos”.

Quedé en silencio unos segundos. Paulo me había devuelto al origen, a una antigua verdad. De pronto todos nos miramos y sentí que teníamos que expresar algo. Di la voz a los demás. Dijeron que tenía razón, que todos son importantes, que por ello cualquier vida es valiosa, que nadie debe ser excluido, que todos los trabajos son necesarios, que todo es una cadena, que si un eslabón se rompe perdemos todos.

La cartulina que les di era para que en ella pongan deseos. Los palitos de helados serían la base de su balsa, la brocheta el mástil y la cartulina cruzada por el mástil a través de los orificios sería la vela que empuje su barco de deseos.

Sus peticiones incluían, además de a sus seres queridos, a la naturaleza, a todas las personas, anhelaban que nadie sufra y no hubiera egoísmo, y, sobre todo, pedían un futuro para ellos.

Hoy que llevo nueve días sin salir de casa, ese recuerdo es uno de los que me sostiene con más fuerza, cuando pienso en todos los que ahora no pueden hacer su trabajo, pero más aún en todos aquellos que lo están realizando para sostenernos: médicos, enfermeras, asistentes, choferes, personal de limpieza, policías, soldados, vendedores de alimentos, de medicinas. Ellos, nosotros, todos somos valiosos, porque si uno falta no estaremos sanos y salvos, mucho menos completos. Estoy aquí, viva y respirando, Paulo, porque están tú, tú, tú y tú…

Lima, 24 de marzo de 2020


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