Thursday, June 25, 2020

80 años, mamá

“Para llegar seguro, Señor —no me dijiste—, tuve que amar la estrella, el ave y la azucena”. 

Estos versos pertenecen a mi abuelo, el poeta Edilberto Zuleta de Aliaga, el padre de Alina Zuleta Bueno, mi madre, quien hoy cumple 80 años, y nos permite en este, su primer poemario, conocer lo que en su corazón anida.

Aquel amor que en el verso mencionado se detalla necesita como condición la convivencia de dos dones opuestos y complementarios: primero, la capacidad de ensimismarse, de sumirse en la intimidad propia, para luego pasar a su opuesto, la alteridad o condición de ser otro, y así la estrella, el ave y la azucena están dentro de ti, y afloran a través del único modo con el que contamos para dar a conocer: el arte.

¿Qué puede significar en la vida de un niño o una niña tener una madre poeta? No sabría decirlo con precisión, pero en la medida en que sabemos que lo que nos brinda el medio en la infancia determinará buena parte de lo que seremos, entonces me atrevo a decir que tener una madre poeta te permitirá intuir que hay belleza en todo, y habrás ganado para siempre la oportunidad de mirar el mundo a través de un cristal más generoso.

Parte de los recuerdos que mi madre nos entrega en sus versos son evidencia de ello, de aquel hermoso regalo que su padre poeta le dejó: la valentía para, en su condición de mujer, renunciar a lo que violentamente se nos destina: lo doméstico, lo rutinario, lo repetitivo, para poder tener su propio espacio, una búsqueda del yo, de su intimidad. Tras este primer aprendizaje decide, muy joven, abandonar la tranquilidad de sosegada vida su vida en provincia para asumir el reto de estudiar letras en la Universidad de San Marcos. 

Puedo imaginarla con su larga cabellera dorada sujeta con alguna cinta o esos detalles con los que las chicas suelen acomodar sus cabellos, caminando ligera para llegar a sus clases en la Casona, en lo que es hoy el Parque Universitario. Recuerdo que, siendo niñas mis hermanas y yo, nos contaba parte de esa vida, de sus profesores, del examen que rindió para ingresar, de como cada fin de semana tenía que tomar el colectivo, esos enormes carros americanos que en la década de 1950 hacían los viajes interprovinciales, para llegar presurosa a su hogar. Ella tenía entonces 19 años. Y todo eso nos era tan familiar, porque ella nos hacía ver antiguas películas en blanco y negro, y los enormes carros no nos eran ajenos, los conocimos, una noche cuando James Dean luchaba por su honor adolescente frente a un barranco ante la mirada aterrada de una hermosa Natalie Wood o la melancólica de un joven y atormentado Sal Mineo, que respondía al sensato y racional nombre de Platón. 

Remembrábamos esa época dorada porque, en el momento en que lo hicimos, las cosas habían cambiado y la ciudad estaba tomada por tanques y soldados. En medio de las noches de toque de queda, de ráfagas de metralleta que estallaban a lo lejos, después de apagar la TV en blanco y negro, tarde, muy tarde —porque si la película era buena valía la pena dormir poco—, íbamos a acostarnos bajo el amparo musical y protector que fluía de los labios de una madre que amaba y conocía a Darío. Así de pronto uno ya no tenía miedo a la oscuridad porque, gracias a ella, sabías que había un rey que tenía un palacio de diamantes, una tienda hecha del día y un rebaño de elefantes, un quiosco de malaquita y un gran manto de tisú y una gentil princesita, tan bonita, Carlotita, Rosita, Alinita, Oriettita, tan bonita como tú.

Y encontró belleza también fuera de ella, en su entorno, en la posibilidad de construir un mundo justo, un país donde sus alumnas de la escuela pública no tuvieran que padecer ningún tipo de exclusión y violencia, y fuera real la solidaridad y el amor fraterno . La poesía reclamó su lugar en esa etapa, esa poesía que se escribe con el aliento entrecortado y veces la propia sangre, y salió a las calles. La vimos, mis hermanas y yo, en sus asambleas sindicales, serena y la vez firme, dirigente sindical de las maestras del Perú, en las huelgas, en las marchas, recolectando víveres en los mercados para las ollas comunes; supimos de sus discursos fervorosos en plazas públicas, de que corría por las calles huyendo de la represión policial. Nos preocupamos, sí, pero también aprendimos que no podría ser de otra manera, que alguien que ama la poesía, que no puede escapar a ella, también amará la justicia, la solidaridad, la libertad. 

Tener una madre poeta es ante todo un desafío, es buscar la belleza hasta en el lugar menos pensado, es tomar el cristal de sus ojos para ser menos mezquino, es comprender que no debemos temer a ser libres. Cuántas palabras, mamá, cuántos versos, cuánto de tu lenguaje somos, cuánto del habla materna somos todos. Hoy festejo la riqueza que nos regalaste, el poder que colocaste en nuestros labios, amparado en la fuerza del conocimiento y apropiación de tu lengua, de poder encontrar la palabra precisa para comunicar lo que pensamos y sentimos, condición que nos libera, que nos permite ser, porque si no existiera la palabra no podríamos compartir nuestra humanidad. Cada una de nuestras fortalezas se sostienen en ese don, aquel que sembraste sin proponértelo, y allí, adonde vayamos, en el lugar que nos toque habitar o con quienes tengamos que compartir, sé que encontraremos la palabra justa, que no mezquine, y que, por el contrario, consiga colocar sobre el equilibrio entre lenguaje y realidad el enunciado preciso que nos permita seguir unidos.

A los 80 años uno ha vivido lo suficiente, mamá, como para lo que la juventud por su ímpetu impedía amalgamar se dé, y así cantará en tus oídos lo que tocas, y aquello que sientes con tus manos tendrá un sabor definido y podrás ver los aromas, y oler lo que el tiempo te trae como recuerdos, como en aquellas películas antiguas donde todo era posible, incluso el bien, ¿verdad mamá?.

Lima, 10 de junio de 2016

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