No quedó huella física de esa experiencia, excepto la
cicatriz del catéter que introdujeron a la altura de mi tobillo. Y digo física
porque una cicatriz de otra índole sí que me marcó. Ahora que desde el encierro
veo la muerte como una posibilidad tan próxima, recuerdo que a muy temprana
edad fui consciente de mi existencia.
Tenía siete años cuando me pregunté dónde estuvieron antes
de que yo naciera mis padres, tíos,
abuela, mi maestra y mis hermanas. Llegué incluso a pensar que habían creado el
mundo solo para mí. Mi madre notó por esos días que cuando me echaba champú yo
no cerraba los ojos. Por más que me lo pedía yo persistía en tenerlos abiertos,
no fuera a ser que si bajaba apareciera en otro lugar y tiempo, al lado de
desconocidos.
Tuve cuadros de ansiedad cuando me separaba de mi casa. Ir a
la escuela era algo tan agobiante que lloraba en silencio en mi carpeta. Mi
maestra se dio cuenta, mis padres también, pero fue ella la que me colocó en la
lista de niñas que debían participar de la intervención psicológica que un
grupo de terapeutas haría en mi escuela.
La psicóloga que me tocó no era tan joven como las otras;
tendría la edad de mi madre. Me dio confianza y seguridad esa coincidencia..
Después de una conversación inicial, me pidió que describiera lo que veía en la
mesa. Enumeré su lapicero, los papeles, la caja de colores, todo. Cuando
terminé, me preguntó si no faltaba algo. Volví a repasar, le dije que no. “¿Y
los microbios y bacterias?”, me preguntó. Le expliqué que estaban ahí, pero
“como no soy un microscopio no puedo verlos”, respondí. “Eso mismo”, me dijo,
“no puedes verlos porque tus sentidos son limitados; tu vista no es un
microscopio, y por ello no los ves, pero están ahí. Hay cosas que no puedes
ver, pero eso no quiere decir que no existan”. Sentí un gran alivio.
Con los años, comprendí que era finita, que un día no
estaría; también aprendí que no solo debía arreglarme con el alcance de mis
sentidos, sino estar alerta a las limitaciones que nos impone siempre tratar de
entender otras realidades.
¿Qué dejamos de ver?, ¿qué fue aquello que metimos debajo de
la alfombra porque nos incomodaba?, me preguntaba antes e estar encerrada
porque un letal virus nos muestra nuestra radical vulnerabilidad?
Sabemos la respuesta: desigualdad en su forma más brutal,
exclusión y un desprecio hedonista por todo aquello que reduzca nuestros goces
desde el lugar privilegiado que ocupamos.
Tal vez tuvimos que estar cercados por la muerte para
comprender que debemos hacer grandes transformaciones. Si muero, solo deseo que
nadie tengan miedo de compartirlo todo
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